El olor del cocido
Pagó la última ronda de unas cervezas que le habían sentado
divinamente después de una intensa semana de trabajo, se lo habían
pasado bomba despotricando del viaje del Papa, de la hipocresía de la
Iglesia , de todo lo que les pedía el anticlericalismo que los unía
como la amistad que se profesaban y que les servía para estar
colocados en la misma empresa pública de la Junta.
Se fue a casa para comer algo antes de echarse una buena siesta,
pero de camino se encontró con un olor que lo llevó directamente hasta
el paraíso efímero de su infancia. Un olor a cocido, a caldo humeante,
el aroma que lo recibía cuando llegaba a su casa después del colegio,
con su madre atareada en la humilde cocina donde la olla hervía sin
cesar.
Entró en un local que le pareció un restaurante modesto, pero con
encanto; iba distraído, pensando en el Informe Técnico sobre
Prevención de Riesgos Psicosociales de las Personas Expuestas a
Situaciones de Disrupción Económica Familiar que le habían encargado
en la empresa pública donde trabaja. En realidad, no era un
restaurante; sino un autoservicio frecuentado por gente de toda
condición. Había personas ataviadas a la antigua usanza, junto a
individuos solitarios que vestían según las normas alternativas del
arte povera.
De pronto abrió los ojos y se quedó pasmado al comprobar que, quien
le servía la comida en la bandeja, era una monja. Aquello era un
comedor social y se vio rodeado de eso que nunca se nombra en los
informes ni en los dosieres que prepara: pobres.
Quiso retirarse; pero la monja no lo dejó. Le sonrió y le dijo que
no se preocupara, que la primera vez es la más complicada, que no
debía avergonzarse de nada, que el cocido estaba buenísimo y que, de
segundo, había filete empanado; que no se perdiera las vitaminas de la
ensalada ni de la fruta, y que podía rematar la comida con un helado
de los que había regalado una fábrica cuyo nombre obvió. Se vio
sentado a una mesa donde un matrimonio mayor, y bien vestido, comía en
silencio, sin levantar los ojos de la bandeja. Enfrente, un tipo con
barba descuidada sonreía mientras devoraba el filete empanado y le
contaba su vida; había perdido el trabajo, el banco se había quedado
con su casa, después del divorcio no sabía a dónde ir; menos mal que
las monjas le daban comida y ropa, y que dormía en el albergue bajo
techo. <<Al final, he tenido suerte en la vida, compañero; así que no
te agobies, que de todo se sale...>>. No podía creer lo que estaba
sucediendo. Nadie le había pedido nada por darle de comer, ni le
habían preguntado por sus creencias. Se limitaban a darle de comer al
hambriento, sin adjetivos.
Al salir, no le dio las gracias a la monja que le había dado de
comer. Pero no fue por mala educación, sino porque no podía articular
palabra. Una inclinación de cabeza. Ella le contestó con una sonrisa
leve.
<<Vuelve cuando lo necesites y, si no estoy, di que vienes de
parte mía. Me llamo Esperanza>>.
Pregunta:
¿Hay algún comedor social regido por ateos o por los sindicatos?Si quieres puedes borrarlo; nadie se enterará.
"Los hombres no valen por lo que tienen, ni siquiera por lo que son,
valen por lo que dan".
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