sábado, 22 de febrero de 2014



 El olor del cocido

 
   Pagó la última ronda de unas cervezas que le habían sentado

divinamente después de una intensa semana de trabajo, se lo habían

pasado bomba despotricando del viaje del Papa, de la hipocresía de la

Iglesia , de todo lo que les pedía el anticlericalismo que los unía

como la amistad que se profesaban y que les servía para estar

colocados en la misma empresa pública de la Junta.

   Se fue a casa para comer algo antes de echarse una buena siesta,

pero de camino se encontró con un olor que lo llevó directamente hasta

el paraíso efímero de su infancia. Un olor a cocido, a caldo humeante,

el aroma que lo recibía cuando llegaba a su casa después del colegio,

con su madre atareada en la humilde cocina donde la olla hervía sin

cesar.

   Entró en un local que le pareció un restaurante modesto, pero con

encanto; iba distraído, pensando en el Informe  Técnico sobre

Prevención de Riesgos Psicosociales de las Personas Expuestas a

Situaciones de Disrupción Económica Familiar que le habían encargado

en la empresa pública donde trabaja. En realidad, no era un

restaurante; sino un autoservicio frecuentado por gente de toda

condición. Había personas ataviadas a la antigua usanza, junto a

individuos solitarios que vestían según las normas alternativas del
arte povera.
   De pronto abrió los ojos y se quedó pasmado al comprobar que, quien

le servía la comida en la bandeja, era una monja. Aquello era un

comedor social y se vio rodeado de eso que nunca se nombra en los

informes ni en los dosieres que prepara: pobres.

   Quiso retirarse; pero la monja no lo dejó. Le sonrió y le dijo que

no se preocupara, que la primera vez es la más complicada, que no

debía avergonzarse de nada, que el cocido estaba buenísimo y que, de

segundo, había filete empanado; que no se perdiera las vitaminas de la

ensalada ni de la fruta, y que podía rematar la comida con un helado

de los que había regalado una fábrica cuyo nombre obvió. Se vio

sentado a una mesa donde un matrimonio mayor, y bien vestido, comía en

silencio, sin levantar los ojos de la bandeja. Enfrente, un tipo con

barba descuidada sonreía mientras devoraba el filete empanado y le

contaba su vida; había perdido el trabajo, el banco se había quedado

con su casa, después del divorcio no sabía a dónde ir; menos mal que

las monjas le daban comida y ropa, y que dormía en el albergue bajo

techo. <<Al final, he tenido suerte en la vida, compañero; así que no

te agobies, que de todo se sale...>>. No podía creer lo que estaba

sucediendo. Nadie le había pedido nada por darle de comer, ni le

habían preguntado por sus creencias. Se limitaban a darle de comer al

hambriento, sin adjetivos.

   Al salir, no le dio las gracias a la monja que le había dado de

comer. Pero no fue por mala educación, sino porque no podía articular

palabra. Una inclinación de cabeza. Ella le contestó con una sonrisa
leve.

<<Vuelve cuando lo necesites y, si no estoy, di que vienes de

parte mía. Me llamo Esperanza>>.
   Pregunta:

¿Hay algún comedor social regido por ateos o por los sindicatos?
Si quieres puedes borrarlo; nadie se enterará.


"Los hombres no valen por lo que tienen, ni siquiera por lo que son,
valen por lo que dan".


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