jueves, 8 de agosto de 2013

Al cabo de algún tiempo, (no fue poco), comenzó a disiparse esa densa bruma... con dificultad me puse de pié. La vida se ajetreaba a mí alrededor. El mundo no se había detenido. Yo misma, con mi gran dolor, estaba viva. Necesitaba replantearme muchas cosas, pero fundamentalmente cómo seguir sin él, sin su tierna presencia. Si mi vida habría de continuar, debía ser de la mejor manera posible.
Aprendí a evitar las conductas auto destructivas, a no asumir un papel de víctima, a no mendigar una limosna de afecto porque comprendí que no era yo ni mi dolor tan importante para los demás, como para que me dispensaran demasiado tiempo. Cada cual tiene sus penas, pensé, seguiré mi camino con dignidad, con la frente alta.
Es cierto, dolorosamente cierto que he perdido un hijo pero no seré por ello una inválida, ni reclamaré de la sociedad un tratamiento especial. No he de incomodar a nadie con mis queridos recuerdos, y podré además escuchar a otros en el relato de sus desventuras y hasta asistirlos tal vez, ya que el sufrimiento ha sido para mí una escuela de vida, y me ha sensibilizado de un modo especial frente al dolor de los demás. Es como si un velo se 
hubiese disipado despojándome de urgencias materiales, enseñándome que la vida es presente, que la vida es hoy, que hoy es el único día del que soy realmente dueña, y es aquí y hoy, donde se manifiestan mis emociones.
En esta realidad no caben las prostergaciones ni las promesas, (que son una especie de sentimientos pos datados y muchas veces incumplidos). Hoy soy libre de ser quien soy, de expresar mis sentimientos con claridad, de decir que sí, de decir que no, de evocar la imagen de mi hijo y sentir en mi cuerpo la tibieza del vínculo y el amor recíproco, de elegir mi camino y tomar determinaciones sin que estas incluyan necesa-riamente las expectativas de la sociedad.

Marcela Smoulenar
  

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